sábado, 6 de abril de 2013

Prólogo.

No me costó mucho trabajo deducir que aún era temprano. Mi habitación continuaba sumida por completo en la oscuridad de la noche. Tanto, que no me sentía capaz de diferenciar los muebles y objetos que ocupaban la misma. Permanecí inmóvil en el rincón derecho de la cama, rodeando las piernas con los brazos, pero sin dejar de apoyar la cabeza contra la almohada. Intenté volver la cabeza hacia la izquierda para poder seguir durmiendo, pero el intermitente dolor de cabeza que estaba comenzando a sentir en aquel momento, hizo que dicha idea desapareciera de mis pensamientos. En ese instante me di cuenta de que algo no iba bien, y decidí aguardar. Tenía demasiadas cosas en las que pensar, demasiadas cosas que recordar. Reposé durante varios minutos hasta que descubrí el motivo de aquel incómodo dolor de cabeza y de aquel malestar en el que me encontraba atrapada. No tarde mucho en hacerlo. Debía enfrentarme a una realidad que mi cabeza era incapaz de afrontar. Me negaba a aceptar que Susan ya no estaba. Que se había ido para siempre. Y que, lo más probable, es que no volvería a verla nunca más. Repetir su nombre hizo que me estremeciera de forma inconsciente. Pero no pude evitar volver a hacerlo. Era Susan. Mi Susan. Mi mejor amiga. Y, posiblemente, la única amiga de verdad que había tenido.
Jamás podría olvidar el día que la vi por primera vez.Yo acababa de mudarme a aquel pueblucho pocos días atrás, debido a la muerte de mi padre. Apenas teníamos 4 años. Era una tarde de otoño. Una de aquellas tardes en las que el suelo está cubierto por hojas secas desprendidas de los árboles que ejercen su mudanza rutinaria. Estábamos en la biblioteca del pueblo que días antes hubiera descrito como tranquilo, en compañía de nuestras respectivas madres. Ya desde entonces nos sentíamos atraídas por el mundo de la lectura. Y lo más probable es, que la imaginación que había desatado en nosotras la afición por la misma, fuese uno de los pilares que hicieron que nos manteniésemos tan unidas.
Pero... tampoco conseguiría hacer desaparecer de mi cabeza los recuerdos de la última vez que lo hice. En el mismo lugar.
Salí de casa pocos minutos después de lo habitual. Me había entretenido leyendo. pero tenía que hacerlo. Tenía que acabar ese libro antes de que terminara el plazo de entrega si no quería ser sancionada por ello. Y dicho plazo terminaba ese mismo día. Cuando acabé no pude evitar esbozar una pequeña sonrisa triunfal. Recogí mi habitación lo suficiente como para que mi madre no se diera cuenta del desorden y no tener que soportar otra de sus insoportables regañinas. Salí por la puerta. Bajé las escaleras a trompicones, y sin preocuparme por pisar todos los escalones. Cuando hube llegado al portal, me detuve un breve instante frente al espejo, me miré, me aseguré de que todo estaba en su lugar, y no dudé en salir corriendo en dirección a la parada de autobús. No tardé en fatigarme, con lo cual no me quedó más remedio que disminuir la velocidad. Cuando llegué a la parada no fui capaz de esperar más de cinco minutos, posiblemente estuviera debido a la impaciencia que había heredado de mi padre. Pero esta vez opté por caminar a un ritmo considerable en lugar de correr. Llegaba tarde. Había pasado más de media hora desde que había quedado con Susan. Solía caminar con la cabeza gacha, mirando hacia el suelo, como estaba haciendo en aquel momento, hasta que alcé la cabeza. Me alegró comprobar que la biblioteca se encontraba lo suficientemente cerca como para estar al alcance de mi campo de visión. Me detuve para descolgar la mochila de mi hombro, la abrí para extraer de ella la funda con mis gafas en su interior, y seguí caminando. Las coloqué sobre mis ojos y lo vi todo con la claridad que me faltaba cuando no las llevaba puestas. Volví  a levantar la mirada hacia la misma dirección en la que lo había hecho antes, y me resigné al comprobar que Susan no estaba allí fuera, esperándome. Pero, a decir verdad, tampoco me extrañó que se hubiera cansado de hacerlo y hubiera decidido aguardar mi llegada en el interior. Seguramente yo hubiese hecho lo mismo, pensé. Cuando quise darme cuenta ya estaba frente a la entrada. Subí las pocas escaleras que me separaban de aquel enorme portón y llamé con una suavidad que adquirió cierta fuerza al no haber obtenido respuesta. Me detuve indecisa a observar el pomo. Era dorado, del mismo color que el marco que recubría aquella enorme e imponente puerta marrón que tantas veces había atravesado, y acerqué mi mano hasta que pude hacer que este girase. Y así lo hice. Cuando lo hube hecho, mis ojos analizaron el interior de la sala, y me extrañó ver que esta estaba completamente vacía y sumida en la penumbra. Todas las ventanas estaban cerradas y los libros colocados en perfecto estado y orden en sus respectivos estantes. No encontré ningún otro desperfecto hasta que desplacé la mirada hacia el suelo.
-¿Su...Su...Susan?- Susurré con un hilo de voz.

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